Merluzeando

El 14  de Febrero llegó sin avisar y me pilló en bolas (metafóricamente hablando). No tenía nada preparado. De pronto, me acordé de que en algún momento alguien me había regalado una de esas caja-regalo que te regalan cuando no saben qué regalarte. “Fin de Semana Rural” rezaba la portada de aquella caja roja. Pensé que si me lo montaba bien, podría parecer que me lo había currado: “Un fin de semana en un pueblo, escapando del ruido de la capital, donde poder estar los dos juntitos y nada más”.

Busqué en las afueras de Madrid. El pueblo elegido fue NAVALCARNERO, un nombre romántico donde los haya. ¿Quién quiere ir a París o a Florencia pudiendo estar en Navalcarnero por San Valentín?

Llegamos al citado pueblo al anochecer. Cuando nos plantamos delante del edificio que nos iba a acoger, nos dieron ganas de salir corriendo. Parecía que nos habíamos trasladado a Transilvania y el Conde Drakull era nuestro anfitrión. El hospedaje era un castillo en medio del pueblo, rodeado por una verja oxidada y una puerta que chirriaba ante los ataques del viento. Si en ese momento, hubiera caído un relámpago me hubiera meado encima.

A pesar de todo, pasamos dentro del castillo como si fueramos los jóvenes ingenuos de una película de miedo ochentera. En el vestíbulo no había nadie, todo estaba en silencio. De pronto, como por arte de magia, apareció una mujer increíblemente fea tras el mostrador.

– Tenemos una reserva a nombre de Merluzo Rodríguez – dije con voz temblorosa.

La mujer increíblemente fea no dijo nada, cerró el libro de visitas y empezó a subir unas escaleras. Me pareció escuchar un “síganme” pero no estoy seguro. El caso es que la seguimos por aquellas escaleras, que eran muy estrechas, y mal iluminadas. Por el camino, aparecían pequeñas puertas a los lados que yo sospechaba que eran mazmorras.

Llegamos a la segunda planta y allí la mujer increíblemente fea abrió una puerta y nos instó a pasar a la habitación. Una vez estuvimos dentro, la puerta se cerró y nos quedamos a solas.

Contemplamos con horror esa habitación mientras notaba cómo el suelo se tambaleaba bajo mis pies y una extraña sensación de vértigo se apoderaba de mí. No daba crédito a lo que veían mis ojos: las paredes de la habitación eran de color rosa chillón. Las cortinas eran de rosa chillón. El edredón era de rosa chillón. ¡Todo era rosa chillón! Parecía como si una princesa Disney hubiera vomitado por toda la habitación. Daba repelús estar allí.

Además de eso, había cosas raras. Al lado de la bañera había una especie de aspiradora conectada al grifo. Bajo la mesilla de noche había una vitrina de cristal vacía que serviría para sabe dios qué. En la pared habían tapiado un montacargas, todavía se podía distinguir los botones y la junta de la puerta.

A mí me daba la impresión de que detrás de cada cuadro había alguien observándonos.

Cogí a mi chica por los hombros y la miré fijamente: “Mira, he visto demasiadas películas de miedo como para no darme cuenta de lo que está pasando aquí. Así que… no te entretengas con nada, no hables con nadie, cierra los ojos si es necesario, pero dame la mano y no te sueltes. ¡Vamos a salir de aquí, ya!”

Salimos de allí como alma que lleva el diablo. Sin mirar atrás.

Una vez en Madrid, miré aquella caja-regalo por si en vez de Fin de Semana Rural ponía  algo como “Experiencias Extremas” y había escogido La Casa del Terror. Pero no, ponía Finde Rural.

Desde ese día, celebro San Valentín viendo una película de miedo. Hoy toca, Las Colinas tienen Ojos, de Wes Craven (1977).

El terror, mejor en ficción.